Montesquieu vive, la lucha sigue.

Hoy no me voy a andar con preludios absurdos a modo de introducción de un pensador nombrado hasta la saciedad y que, usted, querido lector conoce bien. Estoy convencido de que recuerda las ideas del francés, casi, como las propias, separación de poderes como base para garantizar la verdadera soberanía y si bien, igual no entiende el porqué de la importancia de esa independencia, simplemente le animo a ver lo que ocurre cuando el ejecutivo invade el legislativo o el legislativo el judicial. No es muy difícil buscar ejemplos, en España a través de una herramienta mal entendida y peor usada como es el real decreto ley que, no solo es una injerencia vergonzante y aplicada en momentos de normalidad pese a su requisito de la urgente y extraordinaria necesidad, sino que, también mancha la imagen de S.M. El Rey cada vez que se usa en su nombre para aplastar la teoría del viejo Carlos Luis (el barón de Montesquieu) se puede ver el despótico resultado que da.

Despotismo, que palabra tan ilustrativa para definir la situación de España bajo el gobierno del narcisismo hecho hombre. Si D. Francisco de Quevedo le hubiese dedicado una línea a su sanchidad, en vez de a D. Luis de Góngora, hubiese sido algo como “Erase un espejo a un hombre pegado”. Nos jugamos mucho defendiendo esa separación de poderes, nos jugamos la legitimidad de las instituciones porque seré claro ¿A quién votamos? Para quien no conozca el sistema electoral español, seré rápido, en este país se vota al poder legislativo que a su vez elige al ejecutivo. En otras palabras, pongo mi confianza sobre el parlamento para que él, en mi nombre, legisle en el conjunto del reino, sin embargo, la configuración del estado a través de las distintas leyes orgánicas que, desarrollaron la materia constitucional definida en la carta magna, nos ha dejado un sistema deficiente y oligárquico que, permite al ejecutivo poner en vigor normas que, el legislativo no ha podido debatir. Es decir, el ejecutivo puede hacer oído omiso al soberano poder popular elegido por el pueblo. Saltarse ese debate parlamentario previo no es un error de forma sino de contenido, un error dogmático, pues la norma no debería tener legitimidad hasta la aprobación de las cámaras sobre las que descansa la soberanía popular. Si, es necesario una herramienta que permita al gobierno de la nación reaccionar de manera ágil ante problemáticas que necesiten una rápida respuesta, pero también es necesario desarrollar la urgente y extraordinaria necesidad para evitar que se meta con calzador disposiciones normativas tan absurdas como la reforma del delito de malversación o el delito de sedición, ya derogado a través de esa herramienta normativa.

Cuando digo que Montesquieu vive, me refiero a que, el pensador gabacho actuó como altavoz de lo que es derecho innato de los hombres, su soberanía y por más que, se pretenda dibujar sus teorías como opcionales, no lo son, son de obligado respeto si lo que se busca es la legitimidad que solo puede otorgar el dueño del territorio en cuestión que no es otro que el pueblo. Por tanto, si bien históricamente la legitimidad la otorgaba un poder divino que, el pueblo reconocía como superior y al que le otorgaba toda la autoridad, cuando ese poder desapareció del imaginario colectivo, es decir, cuando dejamos de identificar a nuestros lideres como personas puestas por Dios para la gestión de sus tierras, el pueblo, recuperó de facto su poder sobre el territorio y aunque, durante mucho tiempo seguimos siendo esclavos, ahora, ya liberados y con una carta firmada por todos, el seis de diciembre del setenta y ocho, tenemos la obligación de defender las instituciones del asalto constante de un ejecutivo absolutamente desbocado y que legisla, pese a su deber de ejecutar, solo pensando en su propio beneficio. La principal herramienta del presidente no es otra que la del “Yo, mi, me, conmigo” un trastorno narcisista que si bien, en una situación normal seria problema de aquellos insensatos que, decidieran acompañarle en esta aventura que llamamos vida, ahora, por desgracia, es problema de todos porque lo tenemos como presidente. Por lo menos, no está solo, en su loca empresa le acompañan independentistas, comunistas y proetarras, un popurrí de las gentes que, bien es sabido, aman esta patria, con toda la lealtad y fidelidad que se puede esperar de esa calaña.

Lo mas preocupante ya no es eso, su asalto a las instituciones ya no se queda en el legislativo, su ambición es tal que, intentó reformar el constitucional para meter sus sucias manos en el órgano que se encarga de velar por el cumplimiento y respeto de la carta magna. Tiene sentido si lo piensas bien, la mayor ambición de la banda del uno de octubre no es otra que cargarse la constitución y con el tribunal que lo protege secuestrado y el delito de sedición derogado solo les quedaría organizarse y atentar, una vez más, contra el estado de derecho, la democracia y en definitiva, contra el país que les da cobijo, sustento y al que, por mas que les guste decir lo contrario, pertenecen. Son demasiadas las ocasiones en las que su mesiánica sanchidad ha intentado invadir el terreno de los poderes que, por derecho, son ajenas a su voluntad. Esto es culpa de un sistema que está entendido para la buena fe, es decir, que confía en la bondad de los que lo vayan a liderar y permiten sobrepasar determinados limites por el bien general de España y cuando ha llegado un hombre sin escrúpulos, han salido a la luz todas las deficiencias sistemáticas que, tenemos el deber de solventar. Está en peligro la continuidad de esta provecta patria de cinco siglos de historia, sus símbolos y todo lo que representa. La tolerancia, el respeto, la libertad, todo aquello que representamos como una casa abierta al mundo queda en peligro en las manos egoístas de un autócrata que no duda en arrodillar la legislación vigente a sus intereses, los propios y los de su banda. En unos meses, querido lector, acudimos a las urnas y nos jugamos mucho, confío en que sepa depositar su voto con la responsabilidad que los acontecimientos recientes y la historia nos exige.

Sin mucho más que añadir, se despide, Fernando M. Bustillo.

Fernando Bustillo